Pero ¿qué hacer? ¿Intervenir? ¿Había de soco-rrer una debilidad a otra? Sería sólo dar motivo para que se riera Montparnasse. Gavroche sabía muy bien que para aquel terrible bandido de die-ciocho años, el viejo primero, y el niño después, eran dos buenos bocados. Mientras que Gavroche deliberaba, tuvo efecto el ataque brusco y tremendo. Montparnasse de súbito tiró la rosa, saltó sobre el viejo y le agarró del cuello. Un momento después, uno de estos hombres estaba debajo del otro, rendido, jadean-te, forcejeando, con una rodilla de mármol sobre el pecho. Sólo que no había sucedido lo que Gavroche esperaba. El que estaba en tierra era Montpernasse; el que estaba encima era el viejo. Todo esto ocurría a algunos pasos de Gavroche. Quedó todo en silencio. Montparnasse cesó de forcejear, y Gavroche se dijo: ¡Estará muerto! El viejo no había pronunciado una palabra, ni lanzado un grito; se levantó, y Gavroche oyó que decía a Montparnasse: —Párate. Montparnasse se levantó, sin que el viejo lo soltara; tenía la actitud humillada y furiosa de un lobo mordido por un cordero. Gavroche miraba y escuchaba; se divertía a morir. El viejo preguntaba y Montparnasse respondía. —¿Qué edad tienes? —Diecinueve años. —Eres fuerte, ¿por qué no trabajas? —Porque me aburre. —¿Qué eres? —Holgazán. —¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué quieres ser? —Ladrón. 341

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