—¡Y si no lo tengo! La anciana se fue, y el anciano se quedó solo meditando. Gavroche meditaba por otro lado. Era ya casi de noche. El primer resultado de la meditación de Ga-vroche fue que en vez de escalar el seto, se acu-rrucó debajo, donde las ramas se separaban un poco en la parte baja de la maleza. Estaba casi afirmado contra el banco del señor Mabeuf. —¡Qué buena alcoba! —murmuró. La calle formaba una línea pálida entre dos filas de espesos arbustos. De repente, en. esa línea blanquecina, apare-cieron dos sombras. Una iba delante y la otra algunos pasos detrás. —¡Vaya, dos personajes! —susurró Gavroche. La primera sombra parecía la de algún viejo encorvado y pensativo, vestido con sencillez, que andaba con lentitud a causa de la edad, y que paseaba a la luz de las estrellas. La segunda era recta, firme, delgada. Acomo-daba su paso al de la primera; pero en la lentitud voluntaria de la marcha se descubría la esbeltez, la agilidad, la elegancia de aquella sombra. Levita impecable, fino pantalón. Por debajo del sombre-ro se entreveía en el crepúsculo el pálido perfil de un adolescente. Tenía una rosa en la boca. Esta segunda sombra era conocida de Gavroche: era Montparnasse, el bandido de Patrón—Minette, el amigo de Thenardier. En cuanto a la otra, sólo podía decir que era un anciano. Gavroche se puso al momento a observar. Uno de los dos tenía evidentemente proyectos sobre el otro y Gavroche estaba muy bien situado para ver el resultado. Montparnasse de cacería, a aquella hora y en aquel lugar, era algo amenazador. Gavroche sentía que su corazón de pilluelo se conmovía de lásti-ma por el viejo. 340

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