Sus ademanes no eran del todo naturales. Se sentaba lejos, y permanecía en éxtasis; llevaba un libro, y hacía que leía: ¿por qué hacía que leía? Antes iba con su levita vieja, y ahora llevaba todos los días el traje nuevo; tenía ojos picarescos, y usaba guantes. En una palabra, Jean Valjean lo detestaba cordialmente. Un día no pudo contenerse y dijo: —¡Qué aire tan pedante tiene ese joven! Cosette el año anterior, cuando era niña indi-ferente, hubiera respondido: —No, padre, es un joven simpático. En el momento de la vida y del estado de corazón en que se encontraba, se limitó a contes-tar con una calma suprema, como si lo mirara por primera vez en su vida: —¿Ese joven? —¡Qué estúpido soy! —pensó Jean Valjean—. Co-sette no se había fijado en él. ¡Oh, inocencia de los viejos! ¡Oh, profundidad de la juventud! Jean Valjean empezó contra Marius una guerri-lla que éste, con la sublime estupidez de su pa-sión y de su edad, no adivinó. Le tendió una serie de emboscadas; Marius cayó de cabeza en todas. Mientras tanto Cosette seguía encerrada en su apa-rente indiferencia y en su imperturbable tranquili-dad; tanto, que Jean Valjean sacó esta conclusión: Ese necio está enamorado locamente de Cosette, pero Cosette ni siquiera sabe que existe. Mas no por esto era menor la agitación dolo-rosa de su corazón. De un instante a otro podía sonar la hora en que Cosette empezara a amar. ¿No empieza todo por la indiferencia? ¿Qué viene a buscar ese joven? ¿Una aventura? ¿Qué quiere? ¿Un amorío? ¡Un amorío! ¡Y yo! ¿Qué? ¡Habré sido primero el hombre más miserable, y después el más desgraciado! ¡Habré pasado sesenta años vi-viendo de rodillas; habré padecido todo lo que se puede padecer; habré envejecido sin haber sido joven; habré vivido sin familia, sin padres, sin amigos, sin mujer, sin hijos; habré dejado sangre en todas las piedras, en todos los espinos, en todas las esquinas, 336

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