VIII. Empieza la batalla En ese instánte en que Cosette dirigió, sin saberlo, aquella mirada que turbó a Marius, éste no sospe-chó que él dirigió otra mirada que turbó también a Cosette, haciéndole el mismo mal y el mismo bien. Hacía ya algún tiempo que lo veía y lo exami-naba, como las jóvenes ven y examinan, mirando hacia otra parte. Marius encontraba aún fea a Cosette, cuando Cosette encontraba ya hermoso a Marius. Pero, como él no hacía caso de ella, este joven le era muy indiferente. El día en que sus ojos se encontraron y se dijeron por fin bruscamente esas primeras cosas oscuras a inefables que balbucea una mirada, Co-sette no las comprendió al momento. Volvió pen-sativa a la casa de la calle del Oeste donde habían ido a pasar seis semanas. Aquel día la mirada de Cosette volvió loco a Marius, y la mirada de Marius puso temblorosa a Cosette. Marius se fue contento. Cosette inquieta. Desde aquel instante se adoraron. Todos los días esperaba Cosette con impacien-cia la hora del paseo; veía a Marius, sentía una felicidad indecible, y creía expresar sinceramente todo su pensamiento con decir a Jean Valjean: ¡Qué delicioso jardín es el Luxemburgo! Marius y Cosette no se hablaban, no se salu-daban, no se conocían: se veían y, como los as-tros en el cielo que están separados por millones de leguas, vivían de mirarse. De este modo iba Cosette haciéndose mujer, bella y enamorada, con la conciencia de su her-mosura y la ignorancia de su amor. IX. A tristeza, tristeza y media La sabia y eterna madre Naturaleza advertía sorda-mente a Jean Valjean la presencia de Marius; y Jean Valjean temblaba en lo más oscuro de su pensamiento; no veía nada, no sabía nada, y con-sideraba, sin embargo, con obstinada atención las tinieblas en que estaba, como si sintiera por un lado una cosa que se construyera, y por otro una cosa que se derrumbara. Marius, advertido también, y lo que es la profunda ley de Dios, por la misma madre Naturaleza, hacía todo lo que podía por ocultarse del padre. 335

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