bendecía todo, tenía benevolencia para todo, y no pedía a la Providencia, a los hombres, a las leyes, a la sociedad, a la Naturaleza, al mundo, más que una cosa: ¡que Cosette siguiera amándolo! ¡Que Dios no le impidiese llegar al corazón de aque-lla niña y permanecer en él! Si Cosette lo amaba, se sentía sanado, tranquilo, en paz, recompensa-do, coronado. Si Cosette lo amaba era feliz; ya no pedía más. Nunca había sabido lo que era la belleza de una mujer; pero por instinto comprendía que era una cosa terrible. Jean Valjean desde el fondo de su fealdad, de su vejez, de su miseria, de su opresión, miraba asustado aquella belleza que se presentaba cada día más triunfante y soberbia a su lado, a su vista. Y se decía: \"¡Qué hermosa es! ¿Qué va a ser de mí?\" En esto estaba la diferencia entre su ternura y la ternura de una madre; lo que él veía con an-gustia, lo habría visto una madre con placer. No tardaron mucho en manifestarse los prime-ros síntomas. Desde el día siguiente a aquel en que Cosette se había dicho: \"Parece que soy bonita\", recordó lo que había dicho el transeúnte: \"Bonita, pero mal vestida\". De inmediato aprendió la ciencia del sombrero, del vestido, de la bota, de los mangui-tos, de la tela de moda, del color que mejor sien-ta; esa ciencia que hace a la mujer parisiense tan seductora, tan profundamente peligrosa. El primer día que Cosette salió con un vestido nuevo y un sombrero de crespón blanco, se cogió del brazo de Jean Valjean alegre, radiante, sonro-sada, orgullosa, esplendorosa. —Padre —dijo—, ¿cómo me encontráis? El respondió con una voz semejante a la de un envidioso: —¡Encantadora! Desde aquel momento observó que Cosette quería salir siempre y no tenía ya tanta afición al patio interior; le gustaba más estar en el jardín, y pasearse por delante de la verja. En esta época fue cuando Marius, después de pasados seis meses, la volvió a ver en el Luxem-burgo. 334

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=