La naturaleza había invadido todo; las zarzas subían por los troncos de los árboles cuyas ramas bajaban hasta el suelo; ramillas, troncos, hojas, sarmientos, espinas, todo se entremezclaba en este apogeo de la maleza, y hacía que en un pequeño jardín parisiense reinara la majestad de un bosque virgen. En este entorno, Jean Valjean y Cosette vivían felices. Jean Valjean arregló la casa para Cosette, que vivía allí con Santos, con todas las comodida-des, y él se instaló en la habitación del portero, que estaba situada aparte, en el patio trasero. VII. La rosa descubre que es una máquina de guerra Cosette adoraba a su padre con toda el alma. Como él no vivía dentro de la casa ni iba al jardín, a ella le gustaba más pasar el día en el patio de atrás, en esa habitación sencilla, que en el salón lleno de muebles finos. El le decía a veces, dichoso de que lo impor-tunara: —¡Ya, ándate a la casa, déjame en paz solo un rato! Ella solía reprenderlo, como se impone una hija al padre: —¡Hace tanto frío en vuestra casa! ¿Por qué no ponéis una alfombra y una estufa? —Niña mía, hay tanta gente mejor que yo que no tiene ni un techo sobre su cabeza. —¿Entonces por qué yo tengo siempre fuego en la chimenea? —Porque eres mujer, y eres una niña. Otra vez le dijo: —Padre, ¿por qué coméis ese pan tan malo? —Porque sí, hija mía. —Entonces, si vos lo coméis, yo también lo comeré. 332

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=