El señor Mabeuf tenía por entonces muy cerca de los ochenta años. Una tarde recibió una singular visita. Estaba sentado en una piedra que tenía por banco en el jardín, y miraba con tristeza sus plantas secas que necesitaban urgente riego. Se dirigió encorvado y con paso vacilante al pozo; pero cuando cogió la soga no tuvo fuerzas ni aun para desengancharla. Entonces se volvió, y dirigió una mirada angustio-sa al cielo, que se iba cubriendo de estrellas. —¡Estrellas por todas partes! —pensaba el ancia-no—: ¡Ni una pequeñísima nube! ¡Ni una lágrima de agua! Trató de nuevo de desenganchar la soga del pozo, pero no pudo. En aquel momento oyó una voz que decía: —Señor Mabeuf, ¿queréis que riegue yo el jardín? Vio salir de entre los matorrales a una jovenci-ta delgada, que se puso delante de él mirándole sin parpadear. Más que un ser humano parecía una forma nacida del crepúsculo. Antes que el anciano hubiera podido respon-der una sílaba, aquella aparición de pies desnu-dos y ropa andrajosa había llenado la regadera. El ruido del agua en las hojas encantaba al señor Mabeuf; le parecía que el rododendro era por fin feliz. Vaciado el primer cubo, la muchacha sacó otro, y después un tercero, y así regó todo el jardín. Cuando hubo concluido, el señor Mabeuf se aproximó a ella con lágrimas en los ojos. —Dios os bendiga —dijo—, sois un ángel porque tenéis piedad de las flores. —No —respondió ella—, soy el diablo, pero me es igual. El viejo exclamó sin esperar ni oír la respuesta: —¡Qué lástima que yo sea tan desgraciado y tan pobre, y que no pueda hacer nada por vos! 325

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