Marius estaba desconsolado. Había vuelto a ver por un momento a la joven a quien amaba, pero un soplo se la había arrebatado. No sabía ni su nombre; seguramente no era Ursula y la Alon-dra era un apodo. ¿Y qué pensar del viejo? ¿Se ocultaba, en efecto, de la policía? Todo se había desvanecido, excepto el amor. Para colmo volvía a visitarlo la miseria; sentía ya su soplo helado. Y es que desde hacía algún tiempo había descuidado sus traducciones; y no hay nada más peligroso que la interrupción del trabajo, porque es una costumbre que se pierde. Costumbre fácil de perder y difícil de volver a adquirir. Todo su pensamiento era Ella; no pensaba en otra cosa; se daba cuenta confusamente de que su traje viejo estaba inservible y que el nuevo se transformaba rápidamente en viejo. Le quedaba una sola idea dulce: que Ella lo había amado; que su mirada se lo había dicho; que Ella no sabía su nombre, pero conocía su alma, y que tal vez en el lugar en que estaba lo amaba aún. En sus paseos solitarios descubrió un sitio de especial belleza y, por lo tanto, poco frecuentado. Era una especie de prado verde al lado del arroyo de los Gobelinos. Un día, hablando con uno de los escasos paseantes, supo que se le llamaba el Campo de la Alondra. La Alondra era el nombre con que Marius, en las profundidades de su me-lancolía, había reemplazado a Ursula. —¡Este es su campo! —dijo en el estupor poco lógico de los enamorados—. Aquí sabré dónde vive. Esto era absurdo, pero irresistible. Y desde entonces fue todos los días al Campo de la Alondra. II. Formación embrionaria de crímenes en las prisiones El triunfo de Javert en el caserón Garbeau parecía completo, pero no lo fue. 321

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