furibundo como una colmena, se estremecía esperando y desean-do la conmoción. Allí se sentían más que en otra parte la reacción de las crisis comerciales. En tiem-po de revolución, la miseria es a la vez causa y efecto. Siempre que flotan en el horizonte res-plandores impulsados por el viento de los suce-sos, se piensa en este barrio y en la temible fatali-dad que ha colocado a las puertas de París aquel polvorín de padecimientos y de ideas. En este barrio y en esta época, Enjolras, pre-viendo los sucesos posibles, hizo una especie de recuento misterioso. Estaban todos en conciliábu-lo en el Café Musain. —Conviene saber dónde estamos y con quié-nes se puede contar —dijo—. Si se quiere comba-tientes, hay que hacerlos. Contemos, pues, el re-baño. ¿Cuántos somos? Courfeyrac, tú verás a los politécnicos. Feuilly, tú a los de la Glacière. Com-beferre me prometió ir a Picpus, allí hay un hor-miguero excelente. Bahorel visitará la Estrapade. Prouvaire, los albañiles se entibian, tú nos traerás noticias. Jolly tomará el pulso a la Escuela de Medicina. Laigle se dará una vuelta por el Palacio de justicia. Yo me encargo de la Cougourde. Pero falta algo muy importante, el Maine; allí hay mar-molistas, pintores y escultores; son entusiastas pero desde hace un tiempo se han enfriado. Hay que ir a hablarles, hay que soplar en aquellas cenizas. Había pensado en ese distraído amigo nuestro, Marius, que es bueno, pero ya no viene. No tengo a nadie para el Maine. —¿Y yo? —dijo Grantaire. —¡Tú, adoctrinar republicanos, tú que no crees en nada! —Creo en ti. —¿Serás capaz de ir al Maine? —Soy capaz de todo. —¿Y qué les dirás? —Les hablaré de Robespierre, de Danton, de los principios. —¡Tú! —Yo. Lo que pasa es que a mí no se me hace justicia. Conozco el 318

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