Luego, volviéndose hacia los tres enmascara-dos, dijo al hombre de la maza: —Buenas noches, Gueulemer. Y al del garrote: —Buenas noches, Babet. Y al ventrílocuo: —Qué tal, Claquesous. En ese momento, vio al prisionero de los ban-didos, el cual, desde la entrada de los agentes de policía no había pronunciado una palabra, y se mantenía con la cabeza baja. —Desatad al señor —dijo Javert—, y que nadie salga. Dicho esto, se sentó ante la mesa, donde ha-bían quedado la vela y el tintero, sacó un papel sellado del bolsillo, y comenzó su informe. Luego que escribió las primeras líneas, que son las fór-mulas de siempre, alzó la vista. —Que se acerque el caballero a quien estos señores tenían atado. Los agentes miraron en derredor. Y bien —preguntó Javert—, ¿dónde está? El prisionero de los bandidos, el señor Blanco, el señor Urbano Fabre, el padre de Ursula, había desaparecido. La puerta estaba guardada, pero la ventana no lo estaba. En cuanto se vio libre, y en tanto que Javert escribía, se aprovechó de la confusión, de la oscuridad, y de un momento en que la atención no estaba fija en él, para lanzarse por la ventana. Un agente corrió a ella y miró. No se veía nada afuera. La escala de cuerda temblaba todavía. —¡Demonios! —dijo Javert entre dientes—. ¡Este debía ser el mejor de 310

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