Las idas y venidas del coche lo preocuparon y terminó por impacientarse. Estaba seguro de andar de suerte y de que allí había un nido, ya que conocía a muchos de los bandidos que habían entrado; acabó por decidirse a subir sin esperar el pistoletazo. Entró con la llave de Marius. Llegó justo a tiempo. Los bandidos, asustados, se arrojaron sobre las armas que habían abandonado en el momento de evadirse. En menos de un segundo, aquellos siete asesinos, que daba espanto mirar, se agruparon en actitud de defensa; Thenardier tomó su cuchi-llo; la Thenardier se apoderó de una enorme pie-dra que servía a sus hijas de taburete. Javert se puso su sombrero, dio dos pasos por el cuarto con los brazos cruzados, el bastón deba-jo del brazo y el espadín en la vaina. —¡Alto ahí! —dijo—. No saldréis por la ventana, sino por la puerta. Es menos perjudicial. Sois sie-te, nosotros somos quince. No riñáis como princi-piantes. Sed buenos muchachos. Bigrenaille sacó una pistola que llevaba oculta bajo la camisa, y la puso en la mano de Thenar-dier, diciéndole al oído: —Es Javert. Yo no me atrevo a disparar contra ese hombre. ¿Te atreves tú? —¡Por supuesto! —respondió Thenardier. —Entonces, dispara. Thenardier cogió la pistola y apuntó a Javert. Este, que se hallaba a tres pasos, lo miró fija-mente, y se contentó con decirle: —No tires, lo va a fallar. Thenardier apretó el gatillo; el tiro no salió. —¡Te lo dije! —exclamó Javert. —¡Eres el emperador de los demonios! —gritó Bi-grenaille, tirando su garrote al suelo—. Yo me rindo. 308

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