marco con los dos ganchos de hierro. El prisionero no ponía atención a lo que pasa-ba en torno suyo. Parecía soñar o rezar. Una vez lista la escala, Thenardier gritó: —Ven, mujer. Y se precipitó hacia la ventana. Pero cuando iba a saltar por ella, Bigrenaille lo cogió brusca-mente del cuello: —Todavía no, viejo farsante; después de que nosotros hayamos salido. —Después que nosotros —aullaron los demás bandidos. —Parecéis niños asustados —dijo Thenardier—; estamos perdiendo tiempo. Los polizontes nos es-tán pisando los talones. —Pues bien —dijo uno de los bandidos—, eche-mos a la suerte quién pasará primero. Thenardier exclamó: —¡Estáis locos! ¡Estáis borrachos! ¡Perder así el tiempo! Echar a la suerte, ¿no es verdad? Escribire-mos nuestros nombres y los pondremos en una gorra... —¿Queréis mi sombrero? —gritó una voz desde el umbral de la puerta. Todos se volvieron. Era Javert. Tenía el sombrero en la mano, y lo ofrecía sonriendo. XIII. Se debería comenzar siempre por apresar a las víctimas Javert, al anochecer, había apostado a su gente y él mismo se había emboscado detrás de los árboles frente al caserón Gorbeau. Empezó por abrir su bolsillo para meter en él a las dos muchachas en-cargadas de vigilar las inmediaciones del tugurio, pero sólo encontró a Azelma. Eponina no estaba en su puesto; había desaparecido. Luego Javert que-dó al acecho, atento el oído a la señal convenida. 307

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