Y arrancando el cincel de la herida, lo lanzó por la ventana, que había quedado abierta. —Haced de mí lo que queráis —dijo. —¡Sujetadle! —gritó Thenardier. Dos bandidos lo tomaron de los hombros y el ventrílocuo se paro frente a— él, dispuesto a hacerle saltar el cráneo con su llave al menor movi-miento. Marius escuchó en el extremo inferior del tabi-que este coloquio sostenido en voz baja: —No hay más que una cosa que hacer. —¡Abrirlo de un tajo! —Eso. Eran el marido y la mujer que celebraban con Thenardier fue lentamente hacia la mesa, abrió el cajón y cogió el cuchillo. Marius oprimía la culata de la pistola. ¡Perpleji-dad inaudita! Hacía una hora que se elevaban dos voces en su conciencia; la una le decía que respeta-se el testamento de su padre, la otra le gritaba que socorriera al prisionero. Aquellas dos voces conti-nuaban sin interrupción su lucha, que lo hacía ago-nizar. Había esperado vagamente, hasta aquel mo-mento, hallar un medio de conciliar los dos deberes, pero nada posible había surgido. Entretanto el peli-gro apremiaba; había ya traspasado el último límite de la espera. Thenardier, a pocos pasos del prisione-ro, pensaba, con el cuchillo en la mano. Marius, desesperado, paseaba sus miradas en tomo suyo. De repente se estremeció. A sus pies, sobre la cómoda, un rayo de clara luna iluminaba una hoja de papel, en la que leyó esta línea escrita en gruesos caracteres aquella misma mañana por la mayor de las hijas de Thenardier: \"Las sabuesos están ahí \". Una idea, una luz atravesó la imaginación de Marius; era el medio que buscaba, la solución de aquel horrible problema. Cogió el papel, arrancó 305

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