—¡Ganar tiempo! —gritó el prisionero con voz tonante. Y al mismo instante sacudió sus ataduras; esta-ban cortadas. El prisionero sólo estaba sujeto a la cama por una pierna. Antes de qué los siete hombres hubiesen teni-do tiempo de comprender la situación y de lan-zarse sobre él, el señor Blanco se inclinó hacia la chimenea, extendió la mano hacia el brasero y levantó por encima de su cabeza el cincel hecho ascua. Es probable que cuando los bandidos registra-ron al prisionero, éste llevara consigo una mone-da de las que cortan y pulen los presidiarios, con infinita paciencia, hasta darles una forma especial para que sirvan como sierra en el momento de su evasión. Seguramente conseguiría ocultarla en su mano derecha, y al tenerla libre, la usó para cortar las cuerdas que lo ataban, lo cual explicaría el ligero ruido y los movimientos casi imperceptibles que Marius había observado. Como no se atrevió a inclinarse para no trai-cionar sus intentos, no pudo cortar las ligaduras de la pierna. Los bandidos se rehicieron de su primera sor-presa. —Descuidad —dijo Bigrenaille a Thenardier—. Está todavía sujeto por una pierna, y no se irá, yo respondo; como que yo le até a esa pata. Sin embargo, el prisionero alzó la voz: —¡Sois unos miserables, pero mi vida no vale la pena de ser tan defendida! En cuanto a imagi-naros que me haréis hablar, que me haréis escribir lo que yo no quiero escribir, que me haréis decir lo que yo no quiero decir, eso sí que no. Subió la manga de su brazo izquierdo y agregó: —Mirad. Extendió el brazo y apoyó sobre la piel des-nuda el cincel candente. Se escuchó el chirrido de la carne quemada y se sintió el olor de las cámaras de tortura. Marius se tambaleó, horrorizado y hasta los bandidos se estremecieron. El anciano, en cambio, fijó su mi-rada serena en Thenardier, sin odios. —Miserables —dijo— no me temáis, así como yo no os temo. 304

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