por eso dejaría la joven de estar en poder de ese horrible hombre del garrote. Y Marius pensaba en estas palabras de Thenardier cuya sangrienta signi-ficación entreveía: \"Si me hacéis prender, mi cama-rada dará el golpe de gracia a la Alondra\". Ahora ya no lo detenía sólo el testamento del coronel, sino también el peligro en que estaba la que amaba. Esta aterrante situación duraba ya hacía más de una hora. En medio del silencio se oyó el ruido de la puerta de la calle, que se abría y luego se cerraba. El prisionero hizo un movimiento en sus liga-duras. —Aquí está la ciudadana —dijo Thenardier. Apenas acababa de hablar cuando la Thenar-dier se precipitó en el cuarto, amoratada, jadean-te, sofocada, llameantes los ojos. —¡Señas falsas! —gritó. El bandido que había ido con ella entró detrás. ¿Señas falsas? —repitió Thenardier. —La mujer replicó: —¡Nadie! En la calle de Saint—Dominique, nú-mero 17, no vive ningún Urbano Fabre. La Thenardier se interrumpió para recuperar el aliento, y luego continuó, acezando: —¡Thenardier, eres demasiado bueno! Ese viejo lo engañó. ¡Si fuera yo, lo habría cortado en cua-tro para empezar, y si se portaba mal, lo habría hecho hervir vivo! Y que diga dónde está esa niña y dónde está la pasta. ¡Así hay que hacerlo! ¡Mire que dar señas falsas, el viejo infame! Marius respiró. Ella, Ursula o la Alondra, aque-lla a quien no sabía cómo llamar, estaba a salvo. Thenardier dijo al prisionero con una inflexión de voz lenta y singularmente feroz: —¿Señas falsas? ¿Qué es, pues, lo que esperabas? 303

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