El señor Blanco borró las tres palabras. —Ahora —prosiguió Thenardier— firmad... ¿Cómo os llamáis? El prisionero dejó la pluma, y preguntó: —¿Para quién es esta carta? Ya lo sabéis —respondió Thenardier—; para la niña. Era evidente que Thenardier evitaba nom-brar a la joven de que se trataba. Decía la Alon-dra, decía la niña, pero no pronunciaba el nom-bre. Precaución de hombre hábil que guarda su secreto delante de sus cómplices. Decir el nom-bre hubiera sido entregarles todo el negocio, y darles a conocer más de lo que tenían necesi-dad de saber. Replicó: —Firmad: ¿cuál es vuestro nombre? —Urbano Fabre —dijo el prisionero, con serena decisión. Thenardier, con el movimiento propio de un gato, se metió la mano en el bolsillo, y sacó el pañuelo del señor Blanco. Buscó la marca y se aproximó a la luz. —U. F Eso es. Urbano Fabre. Pues bien, firmad U. F. El prisionero firmó. —Como hacen falta las dos manos para cerrar la carta, dádmela, la cerraré yo. Hecho esto, Thenardier añadió: —Poned en el sobre: Señorita Fabre. Como no habéis mentido al decir vuestro nombre, tam-poco mentiréis con vuestras señas. Ponedlas vos mismo. El prisionero permaneció un momento pensa-tivo, luego cogió la pluma y 300

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