—Es cierto, perdonad —dijo Thenardier—; tenéis mucha razón. Y ordenó: —Desatad el brazo derecho del señor. Cuando vio libre la mano derecha del prisio-nero, Thenardier mojó la pluma en el tintero y se la presentó. —Notad bien que estáis en nuestro poder —dijo—, a nuestra discreción; que ningún poder humano puede sacaros de aquí, y que nos afligi-ría verdaderamente el vernos obligados a recurrir a desagradables extremos. No sé ni vuestro hom-bre, ni las señas de vuestra casa; pero os preven-go que seguiréis atado aquí hasta que vuelva la persona encargada de llevar esta carta. Ahora dignaos escribir. El señor Blanco, cogió la pluma. Thenardier comenzó a dictar. —“Hija mía...\" El prisionero se estremeció, y alzó los ojos hacia Thenardier. —Poned mejor, \"Mi querida hija\" —dijo Thenar-dier. Él señor Blanco obedeció. —¿La tuteáis, verdad? —¿A quién? A la niña, caramba. —No entiendo lo que queréis decir. —No importa —gruñó Thenardier, y continuó—, escribid: \"Ven al momento. Te necesito. La perso-na que lo entregará esta carta está encargada de conducirte adonde yo estoy. Te espero. Ven con confianza\". El señor Blanco había escrito todo. Thenardier añadió: —Borrad \"ven con confianza\"; eso podría hacer suponer que la cosa no es natural, y que la des-confianza es posible. 299

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