—No —contestó el del garrote—; está borracho. —Barredle a un rincón —dijo Thenardier. Empujaron al borracho con el pie cerca del montón de hierros. —Babet, ¿por qué has traído tanta gente? —dijo Thenardier por lo bajo al hombre del garrote—; no era necesario. —¡Qué quieres! Todos han querido ser de la partida; los tiempos son malos, y apenas se hacen negocios. El camastro en que habían tirado al señor Blanco era una especie de cama de hospital, sos-tenida por un par de banquillos de madera y toscamente labrada. El señor Blanco dejó que hi-cieran de él lo que quisieran; los ladrones le ata-ron sólidamente, de pie, y con los pies sujetos al banquillo más distante de la ventana y más cerca-no a la chimenea. Cuando terminaron el último nudo, Thenar-dier cogió una silla y fue a sentarse casi enfrente del señor Blanco. Se había transformado en algu-nos instantes; su fisonomía había pasado de la violencia desenfrenada a la dulzura tranquila y astuta. Marius apenas podía conocer en esa sonri-sa cortés la boca casi bestial que momentos antes echaba espuma; contemplaba estupefacto aquella metamorfosis fantástica a inquietante. —Caballero... —.dijo Thenardier. Y apartando con el gesto a los ladrones, que aún tenían puesta la mano sobre el señor Blanco, añadió: —Apartaos un poco, y dejadme hablar con este caballero. Todos se retiraron hacia la puerta, y él conti-nuó: —Caballero, habéis hecho mal en querer saltar por la ventana, porque habríais podido romperos una pierna. Ahora, si lo permitís, vamos a hablar tranquilamente. Ante todo debo daros cuenta de una observación que he hecho, y es que todavía no habéis lanzado el menor grito. Os felicito por ello y voy a deciros lo que deduzco. Cuando se grita, mi buen señor, ¿quién acude? La policía. ¿Y después de la policía? La justicia. Pues bien; 297

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