hace frío, consultáis el periódico. ¡Nosotros somos los termómetros! Para saber si hace frío no tenemos que consultar a nadie, sentimos helarse la sangre en las venas y el hielo llegamos al corazón, y entonces decimos: ¡no hay Dios! ¡Y vosotros venís a nuestras cavernas a llamamos bandidos! Aquí Thenardier se aproximó a los hombres que estaban cerca de la puerta y agregó con un estremecimiento: —¡Cuando pienso que se atreve a hablarme como a un zapatero remendón! Luego se dirigió nuevamente al señor Blanco, con renovada furia: —¡Y sabed también esto, señor filántropo! ¡Yo no soy un hombre cualquiera cuyo nombre se ignora, que va a robar niños a las casas! Yo soy un soldado francés. ¡Yo debiera estar condecora-do! ¡Yo estuve en Waterloo, y salvé en la batalla a un general llamado el conde de Pontmercy! Este cuadro que veis, y que ha sido pintado por David, ¿sabéis lo que representa? Pues es a mí. Yo tengo sobre los hombros al general Pontmercy y lo llevo a través de la metralla. Esa es la historia. ¡Ese general nunca hizo nada por mí! No valía más que los otros. No por eso dejé de salvarle la vida poniendo en peligro la mía. Y ahora que he teni-do la bondad de deciros todo esto, acabemos. ¡Necesito dinero, muchísimo dinero, u os extermi-no, por los mil demonios! Marius había recuperado algún dominio sobre sus angustias, y escuchaba. La última posibilidad de duda acababa de desvanecerse. Era aquél efec-tivamente el Thenardier del testamento. Marius se estremeció al oír la reconvención de ingratitud dirigida a su padre y que él estaba a punto de justificar tan fatalmente. Su perplejidad no hacía más que redoblarse. El famoso cuadro de David no era, como el lector adivinará, otra cosa que la muestra de la taberna pintada por el propio Thenardier. Hacía algunos instantes que el señor Blanco parecía seguir y espiar todos los movimientos de Thenar-dier, el cual, cegado y deslumbrado por su pro-pia rabia, iba y venía por el cuarto con la con-fianza de tener la puerta guardada, de estar armado contra un hombre desarmado, y de ser nueve contra uno, aun suponiendo que la The-nardier no se contase más que por un hombre. Al terminar de hablar, Thenardier daba la espal-da al señor Blanco. 295

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