Se detuvo, y pareció hablar consigo mismo. Luego, golpeó con fuerza la mesa y gritó: —¡Con ese aire bonachón! ¡Demonios! En otro tiempo os burlasteis de mí; sois causa de todas mis desgracias. Por mil quinientos francos com-prasteis una muchacha que yo tenía, que segura-mente era de gente rica, que me había producido ya mucho dinero, y a costa de la cual debía vivir toda mi vida. Una niña que me hubiera indemni-zado de todo lo perdido en ese abominable bode-gón. ¡Cretino! ¡Y ahora me trae cuatro malos lui-ses! ¡Canalla! ¡Ni aun ha tenido la generosidad para llegar a los cien francos! Pero yo me reía, y pensaba: Te tengo, estúpido. Esta mañana te la-mía las manos; pero esta noche te arrancaré el corazón. Thenardier calló. Se ahogaba. Su pecho mez-quino y angosto resollaba como el fuelle de una fragua. Su mirada estaba llena de esa innoble feli-cidad de una criatura débil, cruel y cobarde, que consigue al fin echar por tierra al que ha temido. El señor Blanco no lo interrumpió, pero le dijo cuando acabó: —No sé lo que queréis decir. Os equivocáis. Soy un hombre pobre, y nada más lejano de mí que ser millonario. No os conozco, creo que me tomáis por otro. —¡Ah! —gritó Thenardier—. ¡Os empeñáis en seguir la broma! ¡Ah! ¡Palabras vanas, mi viejo! ¿Conque no me recordáis? ¿Conque no sabéis quién soy? —Perdonad —respondió el señor Blanco con gran gentileza, gentileza que tenía en tal momen-to algo de extraño y de poderoso—, ya veo que sois un bandido. Al oír esto, Thenardier tomó la silla como si la fuera a quebrar con las manos. —¡Bandido! ¡Sí, soy bandido como me llamáis vosotros, los ricos! Claro, es cierto, me he arruinado, estoy escondido, no tengo pan, no tengo un centa-vo, soy un bandido. Hace tres días que no como, soy un bandido. Vosotros os calentáis los pies en la chimenea, tenéis abrigos forrados, habitáis mansio-nes con portero, coméis trufas, y cuando queréis saber si 294

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=