Jondrette, al confesar quién era, no había con-movido al señor Blanco, pero había trastornado a Marius. La recomendación sagrada de su padre retumbaba en sus oídos. El nombre de Thenardier formaba parte de su alma, se mezclaba con el nombre de su padre dentro del culto que tenía a su memoria. ¡Cómo! ¡Era aquél el Thenardier, el posadero de Montfermeil, a quien había buscado en vano durante largo tiempo! ¡Lo hallaba al fin! ¿Pero qué hallaba? El salvador de su padre era un bandido; aquel hombre por el que Marius hubiera querido sacrificarse, era un monstruo. Aquel salvador del coronel Pontmercy estaba a punto de cometer un asesinato. ¡Y el asesinato de quién, gran Dios! ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la suerte! Su padre le decía ¡Socorre a Thenardíer! Y él contes-taba a esta voz adorada y santa destruyendo a Thenardier. Pero, por otra parte, ¡cómo asistir a aquel ase-sinato premeditado y no impedirlo! ¡Cómo conde-nar a la víctima, y salvar al asesino! ¿Le debía gratitud a semejante miserable? ¿Qué partido ele-gir? ¿Faltar al testamento de su padre, o dejar que se consumara un crimen? Todo estaba en sus ma-nos. Pero no tuvo tiempo de pensar, pues la esce-na que tenía ante sus ojos se precipitó con furia. Thenardier, a quien ya no nombraremos de otro modo, se paseaba por delante de la mesa en una especie de extravío y de triunfo frenético. Cogió el candelero v lo colocó sobre la chime-nea, dando con él un golpe tan violento que la vela estuvo a punto de apagarse, y la pared que-dó salpicada de sebo. Luego se volvió hacia el señor Blanco, y más bien vomitó que pronunció estas palabras: —¡Al fin os encuentro, señor filántropo, señor millonario raído! ¡Señor regalador de muñecas! ¡Vie-jo imbécil! ¡No me conocéis! ¡No sois vos quien fue a Montfermeil, a mi posada hace ocho años la noche de Navidad de 1823! ¡No sois vos quien se llevó de mi casa a la hija de la Fantina, la Alondra! ¡No sois vos el que llevaba un paquete lleno de trapos en la mano, como el de esta mañana! ¡Mira, mujer! ¡Parece que es su manía llevar a las casas paquetes llenos de medias de lana! ¡El viejo carita-tivo! ¡Yo sí que os reconozco! 293

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