rodeaban. Estaba sor-prendido, pero sin que hubiese nada en él pareci-do al miedo. Este anciano, tan valiente ante aquel peligro, enorgullecía a Marius. Al fin y al cabo era el padre de la mujer amada. Marius pensó que en pocos segundos llegaría el momento de intervenir, y levantó la mano derecha en dirección al corredor, listo a lanzar su disparo. Tres de los hombres que Jondrette llamaba deshollinadores sacaron del montón de hierros al-gunos implementos: uno tomó unas grandes tije-ras, el otro unas tenazas y el tercero un martillo. Terminado el coloquio con el hombre del garrote, Jondrette se volvió de nuevo hacia el señor Blanco, y repitió su pregunta, acompañán-dola con esa risa baja, contenida y terrible que le era peculiar: —¿No me reconocéis? —No. Entonces Jondrette se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos, aproximó su mandíbula angulosa y feroz al rostro sereno del señor Blan-co, acercándosele lo más posible sin que éste se echara hacia atrás, en una postura de fiera salvaje que se apronta a morder, y le gritó: —¡No me llamo Fabontou, ni me llamo Jondrette, me llamo Thenardier! ¡Soy el posadero de Montfer-meil! ¿Oís bien? ¡Thenardier! ¿Me conocéis ahora? Un imperceptible rubor pasó por la frente del señor Blanco, que contestó, sin que la voz le temblara, sin alzarla, con su acostumbrada afabi-lidad: —Tampoco. Marius no oyó esta respuesta. Parecía herido por un rayo. En el momento en que Jondrette había dicho: Me llamo Thenardier, Marius se ha-bía estremecido y había tenido que apoyarse en la pared, como si hubiera sentido el frío de una espada que le atravesara el corazón. Luego su brazo derecho, pronto a dar la señal, había bajado lentamente, y en el momento en que Jondrette había repetido: ¿Oís bien? ¡Thenardier!, los desfa-llecidos dedos de Marius habían estado a punto de dejar caer la pistola. 292

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=