en pie cerca de la puerta, todos con los rostros tiznados. Uno de los que estaban en la cama se apoyaba en la pared y tenía los ojos cerrados; se hubiera dicho que dormía. Era viejo, y su cara negra rodeada de cabellos blancos era horrible. Jondrette observó que la mirada del señor Blan-co se fijaba en esos hombres. —Son amigos, vecinos —dijo—. Están tiznados porque trabajan con el carbón. Son deshollinado-res. No hagáis caso de ellos, mi bienhechor; pero compradme mi cuadro. Compadeceos de mi mise-ria. No os lo venderé caro. A vuestro ver, ¿cuánto vale? —Pero —dijo el señor Blanco, mirando a Jon-drette con ceño y como hombre que se pone en guardia—, eso no es más que una muestra de taberna y valdrá unos tres francos. Jondrette replicó con amabilidad: —¿Tenéis ahí vuestra cartera? Me contentaré con mil escudos. El señor Blanco se levantó, apoyó la espalda en la pared y paseó rápidamente su mirada por el cuarto. Tenía a Jondrette a su izquierda, del lado de la ventana, y la Jondrette y los cuatro hombres a la derecha, por el lado de la puerta. Los cuatro hombres no pestañeaban, y ni siquiera parecían verle. Jondrette había comenzado de nuevo su arenga con acento tan plañidero, miradas tan va-gas y entonación tan lastimera, que el señor Blan-co podía creer muy bien que la miseria lo había vuelto loco. —Si no me compráis el cuadro, mi querido bienhechor —decía Jondrette—, no tengo ya recur-sos para vivir y no me queda más que tirarme al río. Al hablar, Jondrette no miraba al señor Blan-co. La mirada del señor Blanco estaba fija en Jondrette y la de Jondrette en la puerta. De repente su apagada pupila se iluminó con un horrible fulgor; se enderezó con el semblante descompuesto; dio un paso hacia el señor Blanco, y le gritó con voz tonante: —¿Me reconocéis? 290

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