cama más próxima, y como estaba detrás de la Jondrette, sólo se le distinguía confusamente. Tenía la cara tiznada de negro. Esa especie de instinto magnético que advierte a la mirada hizo que el señor Blanco se volviese casi al mismo tiempo que Marius, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa. —¿Quién es ese hombre? —preguntó. —¿Ese? —exclamó Jondrette—. Es un vecino, no le hagáis caso. —Perdonad, ¿de qué me hablabais, señor Fa-bontou? —0s decía, mi venerable protector —contestó Jondrette apoyando los codos en la mesa, y fijan-do en el señor Blanco una mirada tierna, semejan-te a la de la serpiente boa—, os decía que tenía un cuadro en venta. Hizo la puerta un ligero ruido. Un hombre acababa de entrar y se sentó junto al otro. Tenía la cara tiznada con tinta a hollín, como el prime-ro. Aun cuando aquel hombre, más bien que en-trar, se deslizó por el cuarto, no pudo impedir que el señor Blanco lo viera. —No os preocupéis —dijo Jondrette—, son per-sonas de la casa. Decía, pues, que me quedaba un cuadro muy valioso. Vedlo, caballero, vedlo. Se levantó, se dirigió a la pared contra la cual estaba apoyado un bastidor. Era, en efecto, una cosa que se parecía a un cuadro, iluminado ape-nas por la luz de la vela. Marius no podía distin-guir nada, porque Jondrette se había colocado entre el cuadro y él. —¿Qué es eso? —preguntó el señor Blanco. Jondrette exclamó: —¡Una obra maestra! Un cuadro de gran pre-cio, mi bienhechor; lo quiero tanto como a mis hijas; despierta en mí tantos recuerdos..., pero yo no me desdigo de lo dicho; estoy tan necesitado de dinero que me desharé de él... Fuese casualidad, fuese que hubiera en él un principio de inquietud, al examinar el cuadro, el señor Blanco volvió la vista hacia el interior de la habitación. Había ahora cuatro hombres, tres sen-tados en la cama y uno 289

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