era esa noche helada, la soledad de las calles donde no pasaba un alma, el caserón Gor-beau casi en ruinas y sumido en el más profundo silencio de horror y de sombra, y en medio de esa sombra, el cuchitril de Jondrette iluminado sólo por una vela, donde dos hombres estaban senta-dos ante una mesa; el señor Blanco tranquilo, Jondrette sonriente y aterrador; la Jondrette, la madre loba, en un rincón; y detrás del tabique, Marius, invisible, de pie, sin perder una palabra ni un movimiento, al acecho, empuñando la pistola. Marius sentía la emoción de aquel horror, pero no experimentaba ningún temor. \"Detendré a este miserable cuando quiera\", pensaba. Sabía que la policía estaba emboscada en los alrededores, es-perando la señal convenida. El señor Blanco volvió la vista hacia los dos camastros vacíos. —¿Cómo está la pobre niña herida? —preguntó. —Mal —respondió Jondrette con una. sonrisa de tristeza—, muy mal, mi digno señor. Su hermana mayor la ha llevado para que la curen. —La señora Fabontou parece algo mejor que esta mañana. —Está muriéndose, señor —repuso Jondrette—; pero, ¡qué queréis! es tan animosa esa mujer, que no es mujer, es un buey. La Jondrette, halagada por el cumplido, excla-mó con un melindre de fiera acariciada: —¡Ah, Jondrette! Eres demasiado bueno conmigo. —¡Jondrette! —exclamó el señor Blanco—; yo creía que os llamabais Fabontou. —Fabontou alias Jondrette —replicó vivamente el marido—. Es un apodo de artista. Y empezó a relatar las peripecias de su carrera teatral. En ese momento Marius alzó los ojos y vio en el fondo del cuarto un bulto, que hasta entonces no había visto. Acababa de entrar un hombre sigilosamente. Se sentó en silencio y con los brazos cruzados sobre la 288

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