XI. Las dos sillas de Marius frente a frente De súbito, la lejana y melancólica vibración de una campana hizo temblar los vidrios. Daban las seis en Saint—Médard. Jondrette marcó cada campanada con un mo-vimiento de cabeza. Cuando dio la sexta, despabi-ló la vela con los dedos. Después se puso a andar por el cuarto, escu-chó en el corredor, se paseó y escuchó nueva-mente. —¡Con tal que venga! —masculló. Y se volvió a sentar. Apenas se había sentado, se abrió la puerta. La Jondrette la había abierto, y permanecía en el corredor, haciendo una horrible mueca amable, iluminada de abajo arriba por uno de los agujeros del farol. —Entrad, mi bienhechor —dijo Jondrette, levan-tándose precipitadamente. Apareció en la puerta el señor Blanco. Tenía una expresión de serenidad que lo hacía singular-mente venerable. Puso sobre la mesa cuatro lui-ses, y dijo: —Señor Fabontou, aquí tenéis para el alquiler y para vuestras primeras necesidades. Después ya veremos. —Dios os lo pague, mi generoso bienhechor —dijo Jondrette. Y, acercándose rápidamente a su mujer, aña-dió: —Despide el coche. La mujer desapareció en tanto que el marido ofrecía una silla al señor Blanco, y poco después volvió a aparecer, y le dijo al oído: —Ya está. La nieve que había caído todo el día era tan espesa, que no se oyó al carruaje llegar ni mar-charse. El señor Blanco se sentó y Jondrette se sentó frente a él. La escena era siniestra. El lector puede imagi-nar lo que 287

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