Obedeció, y Jondrette quedó solo. Colocó las sillas a los dos lados de la mesa; dio vueltas al cincel en el brasero; puso delante de la chimenea un viejo biombo que lo ocultaba, y luego fue al rincón a examinar el montón de cuerdas. Marius se dio cuenta entonces de que lo que había tomado por un montón informe era una escala de cuerda muy bien hecha, con trave-saños de madera y dos garfios para colgarla. Aquella escala y algunos gruesos instrumen-tos, verdaderas mazas de hierro que estaban entre un montón de herramientas detrás de la puerta, no se hallaban por la mañana en la cueva de los Jondrette, y evidentemente habían sido llevados allí aquella tarde durante la ausencia de Marius. La chimenea y la mesa con las dos sillas esta-ban precisamente frente a Marius. Con el fuego tapado, la pieza estaba iluminada solamente por la vela. Reinaba allí una calma terrible y amena-zante; se sentía que todo estaba preparado a la espera de algo aterrador. La pálida luz hacía resaltar los ángulos fieros y finos del rostro de Jondrette. Fruncía las cejas y hacía bruscos movimientos con la mano derecha como si contestara a los últimos consejos de un sombrío monólogo interno. En una de esas oscu-ras réplicas que se daba a sí mismo, abrió brusca-mente el cajón de la mesa, cogió de él un ancho cuchillo de cocina que allí ocultaba, y probó el filo sobre su uña. Hecho esto, volvió a colocar el cuchillo en el cajón, y lo cerró. Marius por su parte sacó la pistola que tenía en el bolsillo y la cargó. Esto produjo un pequeño ruido claro y seco. Jondrette se estremeció y se levantó de la silla. —¿Quién anda ahí? —gritó. Marius contuvo la respiración. Jondrette escu-chó un instante, luego se echó a reír, diciendo: —¡Qué estúpido soy! Es el tabique que cruje. 286

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