seguía peinándose—. No hay nadie. —Entonces, vuelve de inmediato. ¡No perda-mos más tiempo! Ella salió, echando una última mirada al espejo. Un momento después, Marius sintió los pasos de las dos niñas en el corredor y la voz de Jon-drette que les gritaba: —¡Pongan mucha atención! Una junto al muro, la otra en la esquina del Petit—Banquier. No pierdan de vista ni por un segundo la puerta de la casa, y la menor cosa que vean, las dos aquí corriendo. La mayor gruñó: —¡Pegarse el plantón a pie pelado en la nieve! —Mañana tendrás botines de seda —dijo el pa-dre. No quedó en la casa nadie más que Marius y los Jondrette, y probablemente los hombres miste-riosos que el joven entreviera en el cuarto vacío. Jondrette había encendido su pipa y fumaba, sentado en la silla rota. Si Marius hubiera tenido sentido del humor, como Courfeyrac, habría estallado en risas cuando su mirada descubrió a la Jondrette. Se había pues-to un sombrero negro con plumas, un inmenso chal escocés sobre el vestido de lana, y los zapa-tos de hombre que antes usara su hija. Esta tenida hizo exclamar a Jondrette: —¡Estás muy bien vestida! Vas a inspirar con-fianza. El, por su parte, no se había quitado el abrigo del señor Blanco. De pronto Jondrette alzó la voz y dijo a su mujer: —Con el tiempo que hace vendrá en coche. Enciende el farol, y baja con él. Quédate detrás de la puerta y ábrela en el momento en que oigas pararse el carruaje; luego lo alumbrarás por la escalera y el corredor; y mientras entra aquí, baja-rás a todo escape, pagarás al cochero, y despedi-rás el carruaje. —¿Y el dinero? —preguntó la mujer. 284

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