—Todo va viento en popa —respondió Jondrette—, pero tengo los pies congelados, y tengo hambre. Pero qué importa, mañana iremos todos a comer fuera. ¡Comeréis como verdaderos Carlos Diez! Y agregó bajando la voz: —La ratonera está lista, los gatos esperan. Se paseó por el cuarto, y luego continuó: —¿Aceitaste los goznes de la puerta para que no haga ruido? —Sí —contestó la mujer. —¿Qué hora es? —Falta poco para las seis. —¡Diablos! Las niñas tienen que ir a ponerse al acecho. ¿Se fue la Burgon? —Sí. —¿Estás segura de que no hay nadie donde el vecino? —No ha estado en todo el día. —Mejor asegurarse. Hija, toma la vela y ve a su cuarto. Marius se dejó caer sobre sus manos y rodillas y se arrastró silenciosamente bajo la cama. Apenas se había acurrucado allí, se abrió la puerta, una luz iluminó el cuarto y entró la hija mayor de Jondrette. Se dirigió directamente hacia un espejo clava-do a la pared cerca del lecho. Se empinó en la punta de los pies y se miró. Se alisó el pelo mientras canturreaba con su voz quebrada y se-pulcral. En tanto, Marius temblaba; le parecía imposi-ble que ella no escuchara su respiración. —¿Qué pasa? —gritó el padre desde su buhardi-lla. —Miro debajo de la cama y de los muebles —contestó ella mientras 283

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