—El peludo debe ser Brujon y el barbudo Demi-liard, llamado Deux—Milliards. El inspector volvió a guardar silencio; luego dijo: —Número 50—52; conozco ese caserón. Imposi-ble que nos ocultemos en el interior sin que los artistas lo noten, y entonces saldrían del paso con dejar ese vaudeville para otro día. Nada, nada. Quiero oírlos cantar y hacerlos bailar. Terminando este monólogo, se volvió hacia Marius, y le dijo, mirándolo fijamente: —Los inquilinos de esa casa tienen llaves para entrar por la noche en sus cuartos. Vos debéis tener una. —Si —dijo Marius. —¿La lleváis por casualidad? —Sí. —Dádmela —dijo el inspector. Marius sacó su llave del bolsillo, se la dio al inspector y añadió: —Si me queréis creer, haréis bien en ir acom-pañado. El inspector dirigió a Marius la misma mirada que habría dirigido Voltaire a un académico de provincia que le hubiera aconsejado una rima. De los dos inmensos bolsillos de su abrigo sacó dos pequeñas pistolas de acero, de esas que llaman puñetazos, y se las pasó a Marius, diciéndole: —Tomad esto. Volved a vuestra casa. Ocultaos en vuestro cuarto de modo que crean que habéis salido. Están cargados, cada uno con dos balas. Observaréis por el agujero en la pared. Esa gente llegará allá; dejadla obrar, y cuando juzguéis la cosa a punto, y que es tiempo de prenderlos, tiraréis un pistoletazo; no antes. Lo demás es cosa mía. Un tiro al aire, al techo, adonde se os antoje. Sobre todo, que no sea demasiado pron-to. Aguardad a que hayan principiado la ejecu-ción. Vos sois abogado, y sabéis lo que esto quiere decir. 281

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