el pan, pero tenía aún el brazo ensan-grentado. Era Jean Valjean. Esto ocurrió en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo como autor de un robo con fractura, de noche, y en casa habita-da. Tenía en su casa un fusil y era un eximio tirador y aficionado a la caza furtiva, y esto lo perjudicó. Fue declarado culpable. Las palabras del códi-go eran terminantes. Hay en nuestra civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Ins-tante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pen-sante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de presidio. Un antiguo carcelero de la prisión recuerda aún perfectamente a este desgraciado, cuya cade-na se remachó en la extremidad del patio. Estaba sentado en el suelo como todos los demás. Parecía que no comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es probable que descubrie-se, a través de las vagas ideas de un hombre com-pletamente ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras que a grandes martillazos rema-chaban detrás de él la bala de su cadena, lloraba; las lágrimas lo ahogaban, le impedían hablar, y solamente de rato en rato exclamaba: \"Yo era po-dador en Faverolles\". Después sollozando y alzan-do su mano derecha, y bajándola gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente siete ca-bezas a desigual altura, quería indicar que lo que había hecho fue para alimentar a siete criaturas. Por fin partió para Tolón, donde llegó des-pués de un viaje de veintisiete días, en una carre-ta y con la cadena al cuello. En Tolón fue vestido con la chaqueta roja; y entonces se borró todo lo que había sido en su vida, hasta su nombre, por-que desde entonces ya no fue Jean Valjean, sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? Pero, ¿a quién le importa? La historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la casua-lidad. ¿Qué más se ha de saber? Se fueron cada uno por su lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se sepultan los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió noticias por no sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su hermana: estaba en París. Vivía en un miserable 28

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