por delante. No había más que una cosa que hacer. Se puso su traje presentable y salió, sin hacer más ruido que si hubiese caminado sobre musgo y descalzo. Caminaba lentamente, pensativo; la nieve amor-tiguaba el ruido de sus pasos. De pronto oyó voces que hablaban muy cerca de él, por encima de una pared que bordeaba la calle. Se asomó. Había allí, en efecto, dos hombres apoyados en la pared, sentados en la nieve, y hablando bajo. Uno tenía los cabellos muy largos y el otro llevaba barba. El cabelludo empujaba al otro con el codo, y le decía: —Con el Patrón—Minette la cosa no puede fa-llar. ¿Tú crees? —dijo el barbudo. —Será un grande de quinientos francos de un paraguazo para cada uno, y lo peor que nos pue-de pasar, serían cinco, o seis, o diez años a lo más. —Eso sí que es algo real y no hay que ir a rebuscarlo. Te digo que el negocio no puede fallar. Sólo hay que enganchar al fulano. Luego se pusieron a hablar de un melodrama que habían visto la víspera en el teatro de la Gaîté. Marius continuó su camino. Al llegar al número 14 de la calle Pontoise, subió al piso principal, y preguntó por el comisa-rio de policía. —El señor comisario de policía no está —con-testó un ordenanza de la oficina—, pero hay un inspector que lo reemplaza. ¿Queréis hablar con él? ¿Es cosa urgente? —Sí —dijo Marius. El ordenanza lo introdujo en el gabinete del comisario. Un hombre de alta estatura estaba allí de pie, detrás de un enrejado, junto a una estufa. Tenía cara cuadrada, boca pequeña y firme, espe-sas patillas entrecanas, muy 279

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