La mujer lo miró como si estuviera volviéndo-se loco. —¡Estoy harto! Basta ya de pasar la vida muerto de hambre y de frío. ¡Me aburrió la miseria! Quiero comer hasta hartarme, beber hasta que se me quite la sed, dormir, no hacer nada, ¡quiero ser millonario! Escucha. Bajó la voz, pero no tanto que Marius no pudiera oírle. —Escúchame bien. Lo tengo agarrado al rica-chón ese. Está todo arreglado; ya hablé con unos amigos. Vendrá a las seis a traer sus sesenta fran-cos, el muy avaro; a esa hora el vecino se habrá ido a cenar y no vuelve nunca antes de las once, y la Burgon sale hoy de la casa. Las niñas estarán al acecho y tú nos ayudarás. Tendrá que resolver-se a hacer lo que yo quiero. —¿Y si no se resuelve? —preguntó la mujer. Jondrette hizo un gesto siniestro, y dijo: —Nosotros lo obligaremos a resolverse. Y soltó una carcajada. Era la primera vez que Marius lo veía reír. Aquella risa era fría y suave, y hacía estremecer. Jondrette abrió un armario que estaba cerca de la chimenea y sacó de él una gorra vieja, que se puso después de haberla limpiado con la manga. —Ahora —dijo— voy a salir; tengo aún que ver a algunos amigos, de los buenos. Ya verás cómo esto marcha. Estaré fuera el menor tiempo posi-ble. ¡Es un buen golpe el que vamos a dar! Ha sido una suerte que no me reconociera. ¡Mi ro-mántica barba nos ha salvado! Y se echó a reír de nuevo. Después se acercó a la ventana. Continuaba nevando, y el cielo estaba gris. —¡Qué tiempo de perros! —exclamó. Y se puso el abrigo—. Me queda enorme, pero qué importa. Hizo bien, el viejo canalla, en dejármelo, porque sin él no habría podido salir bajo la nieve y el golpe habría fracasado. ¡Mira las cosas de la vida! Antes de salir se volvió nuevamente hacia su mujer y le dijo: 277

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