—¿Quieres que lo diga una cosa? —dijo—. La señorita... ¡es ella! Marius no podía dudar, era de Ella de quien se hablaba. Escuchaba ansioso; toda su vida esta-ba en sus oídos, pero Jondrete bajó la voz. —¿Esa? —dijo la mujer. —Esa —contestó el marido. No hay palabra que pueda expresar lo que había en el esa de la madre. Eran la sorpresa, la rabia, el odio y la cólera mezclados y combinados en una monstruosa entonación. Habían bastado algunas palabras, el nombre sin duda que su ma-rido le había dicho al oído, para que aquella gor-da adormilada se despertara y de repulsiva se volviera siniestra. —¡Imposible! —exclamó—. Cuando pienso que mis hijas van con los pies descalzos, y que no tienen un vestido que ponerse. ¡Cómo! ¡Sombrero de terciopelo, chaqueta de raso, botas y todo! ¡Más de doscientos francos en trapos! ¡Cualquiera creería que es una señora! No, lo engañas; en primer lugar, la otra era horrible, y ésta no es fea. ¡No puede ser ella! —¡Te digo que es ella! Ante afirmación tan absoluta, la Jondrette alzó su ancha cara roja y rubia y miró al techo, desfi-gurada. En aquel momento le pareció a Marius más temible aún que su marido. Era una cerda con la mirada de un tigre. —¿Dices que esa horrenda hermosa señorita que miraba a mis hijas con cara de piedad sería aquella pordiosera? ¡Ah, quisiera destriparla a za-patazos! Saltó del lecho, resoplando, con la boca entre-abierta y los puños crispados. Después se dejó caer nuevamente en el jergón. El hombre conti-nuaba su paseo por el cuarto. —¿Quieres que lo diga una cosa? —dijo parán-dose delante de ella con los brazos cruzados. —¿Qué? —Mi fortuna está hecha. 276

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