Desde allí volvió a ver el interior de la cueva de Jondrette. VIII. Uso de la moneda del señor Blanco Nada había cambiado en el aspecto de la familia, como no fuera la mujer y las hijas, que habían sacado la ropa del paquete y se habían puesto medias y camisetas de lana. Dos cobertores nue-vos estaban tendidos sobre las camas. Jondrette se paseaba por el desván, de un extremo a otro, a largos pasos, y sus ojos brilla-ban. La mujer se atrevió a preguntarle: —Pero, ¿estás seguro? —¡Seguro! Han pasado ya ocho años, pero ¡lo reconozco! ¡Oh, sí, lo reconozco! ¡Le reconocí en seguida! ¿Tú no? —No. —¡Y, sin embargo, lo dije que pusieras aten-ción! Pero es su estatura, su cara, apenas un poco más viejo; es el mismo tono de voz. Mejor vesti-do, es la única diferencia. ¡Ah, viejo misterioso del diablo, ya lo tengo! Se paró, y dijo a sus hijas: —Vosotras, salid de aquí. Las hijas se levantaron para obedecer. La ma-dre balbuceó: —¿Con su mano mala? —El aire le sentará bien —dijo Jondrette—. Idos. Estaréis aquí las dos a las cinco en punto, os necesito. Marius redobló su atención. Jondrette, solo ya con su mujer, se puso a pasear nuevamente por el cuarto. 275

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