Había en las palabras hermosa señorita un acento que importunó a Marius, el cual replicó: —La dirección del padre y de la hija. Eso es lo que quiero. . La Jondrette lo miró fijamente. —¿Qué me daréis? —Todo lo que quieras. —¿Todo lo que yo quiera? —Si. —Tendréis esas señas. Bajó la cabeza; luego con un movimiento brus-co tiró de la puerta y salió. Marius quedó solo. Todo lo que había pasado desde la mañana, la aparición del ángel, su desaparición, lo que aque-lla muchacha acababa de decirle, un vislumbre de esperanza flotando en una inmensa desesperación, todo esto llenaba confusamente su cerebro. De pronto vio interrumpida violentamente su meditación. Oyó la voz alta y dura de Jondrette pronunciar estas palabras, que para él tenían el más grande interés. —Te digo que estoy seguro y que lo he reco-nocido. ¿De quién hablaba Jondrette? ¿A quién había reconocido? ¿Al señor Blanco? ¿Al padre de su Ursula? ¿Acaso Jondrette los conocía? ¿Iba Marius a tener de aquel modo brusco a inesperado todas las informaciones, sin las cuales su vida era tan obscura? ¿Iba a saber, por fin, a quién amaba? ¿Quién era aquella joven? ¿Quién era su padre? ¿Estaba a punto de iluminarse la espesa sombra que los cubría? ¿Iba a romperse el velo? ¡Ah, santo cielo! Saltó más bien que subió sobre la cómoda, y volvió a su puesto cerca del pequeño agujero del tabique. 274

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