ninguna. ¿Puedo servi-ros en algo? No os pregunto vuestros secretos, no necesito que me los digáis; pero puedo ayudaros, puesto que ayudo a mi padre. Cuando es menes-ter llevar cartas, ir a las casas, preguntar de puerta en puerta, hallar unas señas, seguir a alguien, yo sirvo para hacer esas cosas. Dejadme ayudaros. Una idea atravesó por la imaginación de Ma-rius. ¿Quién desdeña una rama cualquiera cuando se siente caer? Se acercó a la Jondrette. —Escucha —le dijo. —Sí, sí, tuteadme —dijo ella con un relámpago de alegría en sus ojos. —Pues bien —replicó Marius—, ¿tú trajiste aquí a ese caballero anciano con su hija? —Sí. —¿Sabes dónde viven? —No. Averígualo. La mirada de la Jondrette de triste se había vuelto alegre, de alegre se tornó sombría. —¿Eso es lo que queréis? —preguntó. —Sí. —¿Los conocéis acaso? —No. —Es decir —replicó vivamente—, no la conocéis, pero queréis conocerla. Aquellos los que se habían convertido en la tenían un no sé qué de significativo y de amargo. —¿Puedes o no? —dijo Marius. —Tendréis las señas de esa hermosa señorita. 273

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=