andaban en carruaje. Además, si no habían partido aún y el señor Blan-co lo veía, volvería a escapar y todo se habría perdido otra vez. Finalmente decidió arriesgarse y salió de la pieza. Al llegar a la calle alcanzó a ver el coche que doblaba la esquina. Corrió hacia allá y lo vio tomar la calle Mouffetard. Hizo parar un cabriolé para seguirlo, pero el cochero, al ver su aspecto, le cobró por adelan-tado y Marius no tenía suficiente dinero. ¡Por veinticuatro sueldos perdió su alegría, su dicha, su amor! Al regresar divisó al otro lado de la calle a Jondrette hablando con un hombre de aspecto sumamente sospechoso. A pesar de su preocupa-ción, Marius lo miró bien, pues le pareció recono-cer en él a un tal Bigrenaille, asaltante nocturno que una vez le mostrara Courfeyrac en las calles del barrio. Marius entró en su habitación a iba a cerrar la puerta, pero una mano impidió que lo hiciera. —¿Qué hay? —preguntó—, ¿quién está ah? Era la Jondrette mayor. ¿Sois vos? —dijo Marius casi con dureza—. ¿Otra vez vos? ¿Qué queréis ahora? Ella se había quedado en la sombra del corre-dor; ya no tenía la seguridad que mostrara en la mañana. Levantó hacia él su mirada apagada, don-de parecía encenderse vagamente una especie de claridad, y le dijo: —Señor Marius, parecéis triste; ¿qué tenéis? —¡Yo! —exclamó Marius. —Sí, vos. —No tengo nada, dejadme en paz. —No es verdad —dijo la muchacha—. Habéis sido bueno esta mañana, sedlo también ahora. Me habéis dado para comer; decidme ahora lo que tenéis. Tenéis pena, eso se ve a la legua. No quisiera que tuvierais pena 272

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