—Sí, mi respetable bienhechor. A las ocho debo estar en casa del propietario. Vendré a las seis, y os traeré los sesenta francos. —¡Oh!, ¡mi bienhechor! —exclamó Jondrette de-lirante. Y añadió por lo bajo: —Míralo bien, mujer. El señor Blanco había cogido el brazo de su hermosa hija, y se dirigía hacia la puerta. —Hasta la noche, amigos míos —dijo. En aquel momento la Jondrette mayor se fijó que el abrigo del visitante estaba sobre la silla. —Señor —dijo—, olvidáis vuestro abrigo. Jondrette dirigió a su hija una mirada furi-bunda. —No lo olvido, lo dejo —contestó el señor Blan-co sonriendo. —¡Oh, mi protector! ¡Mi augusto bienhechor! —dijo Jondrette—, voy a llorar a lágrima viva con tantas bondades. Permitid que os acompañe hasta vuestro carruaje. —Si salís —dijo el señor Blanco—, poneos ese abrigo. En verdad hace mucho frío. Jondrette no se lo hizo repetir dos veces y los tres salieron del desván, Jondrette precediendo a los visitantes. VII. Ofertas de servicio de la miseria al dolor Marius presenció toda la anterior escena, sin em-bargo nada vio. Sus ojos estuvieron todo el tiem-po clavados en la joven. Cuando se fueron, quedó sin saber qué hacer; no podía seguirlos porque 271

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