La chica, tomando en serio estas palabras, co-menzó a llorar con más fuerza. —¡Ah, sí, mi bienhechor! —respondió el padre. Desde hacía algunos momentos, Jondrette con-templaba al visitante de un modo extraño. Mien-tras hablaba, parecía escudriñarlo con atención, como si tratara de buscar algo en sus recuerdos. De pronto, aprovechando el momento en que los visitantes preguntaban con interés a la niña sobre la herida de su mano, pasó cerca de su mujer, que seguía tirada en la cama, y le dijo vivamente y en voz baja: —¡Mira bien a ese hombre! Luego continuó con sus lamentaciones: —¿Sabéis, mi digno señor, lo que va a pasar mañana? Mañana es el último plazo que me ha concedido mi casero. Si esta noche no le pago, mañana mi hija mayor, yo, mi esposa con su fie-bre, mi hija menor con su herida, los cuatro sere-mos arrojados de aquí y echados a la calle, en medio de la lluvia y de la nieve. Debo cuatro trimestres, es decir, ¡sesenta francos! Jondrette mentía. Cuatro trimestres no hubie-ran hecho más que cuarenta francos, y no podía deber cuatro, puesto que no hacía seis meses que Marius había pagado dos. El señor Blanco sacó cinco francos de su bol-sillo, y los puso sobre la mesa. Jondrette tuvo tiempo de murmurar al oído de su hija mayor: —¡Tacaño! ¿Qué querrá que haga yo con cinco francos? Con eso no me paga ni la silla ni el vidrio. —Señor Fabontou —dijo el señor Blanco—, no tengo aquí más que esos cinco francos; pero vol-veré esta noche. ¿No es esta noche cuando debéis pagan..? La cara de Jondrette se iluminó con una extra-ña expresión, y contestó con voz trémula: 270

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