se volvió hacia él y le dijo con ese titubeo de quien busca un nombre: —Veo que sois muy digno de lástima, señor... —Fabontou —respondió vivamente Jondrette. —Señor Fabontou, sí, eso es. Ya lo recuerdo. —Artista dramático, señor, que ha obtenido al-gunos triunfos. Aquí Jondrette creyó evidentemente llegado el momento de apoderarse del filántropo. Exclamó, pues, con un acento que mezclaba la charla del titiritero de las ferias y la humildad del mendigo en las carreteras: —La fortuna me ha sonreído en otro tiempo, señor. Ahora ha llegado su turno a la desgracia; ya lo veis, mi bienhechor, no tengo ni pan ni fuego. ¡Mis pobres hijas no tienen fuego! ¡Mi única silla sin asiento! ¡Un vidrio roto! ¡Y con el tiempo que hace! ¡Mi esposa en la cama, enferma! —¡Pobre mujer! —dijo el señor Blanco. —¡Mi hija herida! —añadió Jondrette. La muchacha, distraída con la llegada de los dos extraños, se había puesto a contemplar a la señorita y había dejado de llorar. —¡Llora, chilla! —le dijo por lo bajo Jondrette. Y al mismo tiempo le pellizcó la mano herida, sin que nadie lo notara. La niña lanzó un alarido. La adorable joven que Marius llamaba en su corazón su Ursula se acercó a ella. —¡Pobrecita! —dijo. —Ya lo veis, hermosa señorita —prosiguió Jon-drette—; su puño está ensangrentado. Es un acci-dente que le ha sucedido trabajando en una in-dustria mecánica para ganar seis centavos al día. Quizás habrá necesidad de cortarle el brazo. —¿De veras? —dijo el señor Blanco, alarmado. 269

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