Reaparecía en aquel desván, en aquella cueva asquerosa, en aquel horror. La acompañaba el señor Blanco. Había dado algunos pasos en el cuarto, y ha-bía dejado un gran paquete sobre la mesa. La Jondrette mayor se había retirado detrás de la puerta, y miraba con ojos tristes el sombrero de terciopelo, el abrigo de seda y aquel encantador rostro feliz. VI. Jondrette casi llora A tal punto estaba oscuro el tugurio, que las per-sonas que venían de fuera experimentaban al en-trar en él lo mismo que hubieran sentido al entrar en una cueva. Los dos recién llegados avanzaron con cierta vacilación, distinguiendo apenas formas vagas en tomo suyo, en tanto que eran perfecta-mente vistos y examinados por los habitantes del desván, acostumbrados a aquel crepúsculo. El señor Blanco se aproximó a Jondrette con su mirada bondadosa y triste, y dijo: —Caballero, en este paquete hallaréis algunas prendas nuevas; medias y cobertores de lana. —Nuestro angelical bienhechor nos abruma —dijo Jondrette inclinándose hasta el suelo. Luego acercándose a su hija mayor mientras que los dos visitantes examinaban aquel lamenta-ble interior, añadió en voz baja y hablando con rapidez: —¿No lo decía yo? Trapos, pero no dinero. Todos son iguales. A propósito, ¿cómo estaba fir-mada la carta para este viejo zopenco? —Fabontou —respondió la hija. Ah, el artista dramático. A tiempo se acordó Jondrette, porque en aquel momento el señor Blanco 268

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=