—Quítale el asiento a la silla —añadió. Su hija no comprendió. Cogió la silla, y de un talonazo le quitó, o mejor dicho le rompió el asiento. Su pierna pasó por el agujero que había abierto. Al retirarla, preguntó a la muchacha: —¿Hace frío? —Mucho. Está nevando. Se volvió él padre hacia la hija menor, y le gritó con voz tonante: —¡Pronto! Fuera de la cama, perezosa; nunca servirás para nada. Rompe un vidrio. La niña se levantó tiritando. —¡Rompe un vidrio! —repitió él—. ¿No me oyes? Te digo que rompas un vidrio. La niña, con una especie de obediente pavor, se alzó sobre la punta de los pies y pegó un puñetazo en uno de los vidrios, el cual se rompió y cayó con estrépito. —¡Bien! —dijo el padre. Su mirada recorría rápidamente los rincones del desván. Se diría que era un general haciendo los últimos preparativos en el momento en que va a comenzar la batalla. Mientras tanto se oyeron sollozos en un rin-cón. —¿Qué es eso? —preguntó el padre. La hija menor, sin salir de la sombra en que se había guarecido, enseñó su puño ensangrentado. Al romper el vidrio se había herido; había ido a colocarse cerca del camastro de su madre, y allí lloraba silenciosamente. La madre se levantó y gritó: 266

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