duda había recogido al salir. Entró, cerró la puerta tras sí, se detuvo para tomar aliento, porque esta-ba muy fatigada, y luego gritó con expresión de triunfo y de alegría: —¡Viene! El padre volvió los ojos; la madre la cabeza; la chica no se movió. ¿Quién? —preguntó el padre. —El viejo de la iglesia Saint Jacques. —¿Segura? —Segura. Viene en un coche de alquiler. —¡En coche! ¡Es Rothschild! El padre se levantó. —¿Con que estás segura? Pero si viene en co-che, ¿cómo es que has llegado antes que él? ¿Le diste bien las señas? ¡Con tal que no se equivo-que! ¿Qué ha dicho? —Me ha dicho: \"Dadme vuestras señas. Mi hija tiene que hacer algunas compras, tomaré un ca-rruaje, y llegaré a vuestra casa al mismo tiempo que vos\". —¿Y estás segura de que viene? —Viene pisándome los talones. El hombre se enderezó; había una especie de iluminación en su rostro. —Mujer gritó—, ya lo oyes. Viene el filántropo. Apaga el fuego. La madre estupefacta no se movió. El padre, con la agilidad de un saltimbanqui, agarró un jarro todo abollado que había sobre la chimenea, y arrojó el agua sobre los tizones. Luego dirigiéndose a su hija mayor: 265
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