algo con qué poder almorzar. Esto hizo recordar a Marius lo que aquella desgraciada había ido a buscar a .su casa. Registró su chaleco y no halló nada. La joven continuó su charla. —A veces salgo por la noche. Otras no vuelvo a casa. Antes de vivir aquí, el otro invierno, vivíamos bajo los arcos de los puentes. Nos estrechábamos unos contra otros para no helarnos. Marius, a fuer-za de buscar y rebuscar en sus bolsillos, había conseguido reunir cinco francos y dieciséis suel-dos. Era todo cuanto en el mundo tenía. \"Mi comida de hoy —pensó—; mañana ya vere-mos.\" Y guardando los dieciséis sueldos, dio los cin-co francos a la joven. Esta cogió la moneda a hizo un profundo sa-ludo a Marius. —Buenos días, caballero —dijo—, voy a buscar a mi viejo. III. La ventanilla de la providencia Hacía cinco años que Marius vivía en la pobreza, en la desnudez, en la indigencia; pero entonces advirtió que aún no había conocido la verdadera miseria. La verdadera miseria era la que acababa de pasar ante sus ojos. Marius hasta casi se acusó de los sueños de delirio y pasión que le habían impedido hasta aquel día dirigir una mirada a sus vecinos. Todos los días, a cada instante, a través de la pared, les oía andar, ir, venir, hablar, y no los escuchaba. Sentía que esas criaturas humanas, sus hermanos en Jesucristo, agonizaban inútilmente a su lado sin que él hiciera nada por ellos. Parecían, sin duda, muy depravados, muy corrompidos, muy envilecidos, hasta muy odiosos; pero son escasos los que han caído y no se han degradado. Ade-más, ¿no es cuando la caída es más profunda que la caridad debe ser mayor? Sin saber casi lo que hacía, examinaba la pa-red; de pronto se levantó: acababa de observar hacia lo alto, cerca del techo, un agujero triangu-lar, resultado de tres listones que dejaban un hue-co entre sí. Faltaba la mezcla que debía llenar aquel hueco, y subiendo sobre la cómoda, se 263
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