Aquí suspendió su lectura. —¡Ah! Waterloo; lo conozco. Es una batalla de hace tiempo. Mi padre sirvió en el ejército. Nosotros en casa somos muy bonapartistas. Waterloo fue contra los ingleses, yo sé. Y dejó el libro, cogió una pluma, y exclamó: —También sé escribir. Mojó la pluma en el tintero. y se volvió hacia Marius: —¿Queréis ver? Mirad, voy a escribir algo para que veáis. Y antes que Marius hubiera tenido tiempo de contestar, escribió sobre un pedazo de papel blan-co que había sobre la mesa: Los sabuesos están ahí. Luego, arrojando la pluma, añadió: —No hay faltas de ortografía, podéis verlo. Mi hermana y yo hemos recibido educación. Luego consideró a Marius, su rostro tomó un aire extraño, y dijo: —¿Sabéis, señor Marius, que sois un joven muy guapo? Y al mismo tiempo se les ocurrió a ambos la misma idea, que a ella la hizo sonreír, y a él ruborizarse. —Vos no habéis reparado en mí —añadió ella—, pero yo os conozco, señor Marius. Os suelo en-contrar aquí en la escalera y os veo entrar algunas veces en casa del viejo Mabeuf. Os sienta bien ese pelo rizado. —Señorita —dijo Marius con su fría gravedad—, tengo un paquete que creo os pertenece. Permitid que os lo devuelva... Y le alargó el sobre que contenía las cuatro cartas. Palmoteó ella de contento y exclamó: —Lo habíamos buscado por todas partes. ¿Luego erais vos con quien tropezamos al pasar ayer noche? No se veía nada. ¡Ah, ésta es la de ese viejo que va a misa! Y ya es la hora. Voy a llevársela. Tal vez nos dará 262

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