buestro, que se umanizará a la bista de este espectáculo, y que os dará el deseo de serme propicio, dignándoos prodigarme algún socorro. BUESTRO, JONDRETTE P. D. Mi hija esperará buestras órdenes, querido señor Marius \". Esta carta era como una luz en una cueva. Todo quedó para él iluminado de repente. Porque ésta venía de donde venían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo estilo, la misma ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco. Había cinco misivas, cinco historias, cinco nom-bres, cinco firmas y un solo firmante. Todos eran Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este modo. Ahora veía todo claro. Comprendía que su vecino Jondrette tenía por industria, en su miseria, explotar la caridad de las personas benéficas, cu-yas señas se proporcionaba; que escribía bajo nom-bres supuestos a personas que juzgaba ricas y caritativas, cartas que sus hijas llevaban. Marius comprendió que aquellas desgraciadas desempe-ñaban además no sé qué sombrías ocupaciones, y que de todo esto había resultado, en medio de la sociedad humana, tal como está formada, dos mi-serables seres que no eran ni niñas, ni mucha-chas, ni mujeres, especie de monstruos impuros o inocentes producidos por la miseria. Sin embargo, mientras Marius fijaba en ella una mirada admirada y dolorosa, la joven iba y venía por la buhardilla con una audacia de espectro. Y como si estuviese sola, tarareaba canciones picares-cas que en su voz gutural y ronca sonaban lúgu-bres. Bajo aquel velo de osadía, asomaba a veces cierto encogimiento, cierta inquietud y humillación. El descaro, en ocasiones, tiene vergüenza. Marius estaba pensativo, y la dejaba hacer. Se aproximó a la mesa. —¡Ah! —exclamó—, ¡tenéis libros! Yo también sé leer. Y cogiendo vivamente el libro que estaba abier-to sobre la mesa, leyó con bastante soltura: \"...del castillo de Hougomont, que está en me-dio de la llanura de Waterloo...\" 261

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