Se abrió la puerta. —Perdón, caballero... Era una voz sorda, cascada, ahogada, áspera; una voz de viejo enronquecida por el aguardiente. Marius se volvió con presteza, y vio a una joven. II. Una rosa en la miseria Ante él se encontraba una muchacha flaca, desco-lorida, descarnada; no tenía más que una mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa desnudez; las manos rojas, la boca entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, los ojos sin brillo de mirada insolente, las formas abor-tadas de una joven, y la mirada de una vieja corrompida; cincuenta años mezclados con quin-ce. Uno de esos seres que son a la vez débiles y horribles, y que hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar. Un resto de belleza moría en aquel rostro de dieciséis años. Aquella cara no era absolutamente desconoci-da a Marius. Creía recordar haberla visto en algu-na parte. —¿Qué queréis, señorita? —preguntó. La joven contestó con su voz de presidiario borracho: —Traigo una carta para vos, señor Marius. Llamaba a Marius por su nombre, no podía dudar que era a él a quien se dirigía; pero, ¿quién era aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre? Le entregó una carta. Marius, ai abrirla, ob-servó que el lacre del sello estaba aún húmedo. El mensaje, pues, no podía venir de muy lejos. Leyó: `Mi amable y joven becino: \"He sabido buestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis meses. Os ben-digo. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan hace dos días cuatro personas, y mi mujer enferma. Sí mi corasón no me engaña, creo deber esperar de la jenerosidad del 260

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