LIBRO OCTAVO. El mal pobre I. Hallazgo Pasó el verano y después el otoño; y llegó el invierno. Ni el señor Blanco ni la joven habían vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un pensamiento, volver a ver aquel dulce y adorable rostro, y lo buscaba sin cesar y en todas partes; pero no hallaba nada. No era ya el soñador entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el arriesgado provocador del des-tino, el cerebro que engendra porvenir sobre por-venir con la imaginación llena de planes, de pro-yectos, de altivez, de ideas y de voluntad. Era un perro perdido. Había caído en una negra tristeza; todo había concluido para él. El trabajo le repugnaba, el paseo lo cansaba, la soledad lo fastidiaba; la Naturaleza se presenta-ba ahora vacía ante sus ojos. Le parecía que todo había desaparecido. Un día de aquel invierno, Marius acababa de salir de su pieza en casa Gorbeau y caminaba lentamente por la calle, pensativo y con la cabeza baja. De repente sintió un empujón en la bruma; se volvió, y vio dos jóvenes cubiertas de harapos —una alta y delgada, la otra más pequeña—, que pasaban rápidamente frente a él, sofocadas, asustadas, y como huyendo. No lo vieron y lo rozaron al pasar. Marius distinguió en el crepúsculo sus caras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus vestidos ro-tos y sus pies descalzos. Sin dejar de correr, iban hablando. La mayor decía en voz baja: —¡Llegaron los sabuesos, pero no pudieron pes-carme! 257

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