—Está de servicio —decía Courfeyrac. Marius vivía en éxtasis. Se había envalentona-do finalmente y ya se acercaba al banco, pero no pasaba delante de él. Juzgaba prudente no llamar la atención del padre. A veces, durante horas se quedaba inmóvil apoyado en el pedestal de algu-na estatua simulando leer y sus ojos iban en busca de la jovencita. Entonces ella, volvía con una vaga sonrisa su adorable perfil hacia él. Y conversando naturalmente con el hombre de ca-bellos blancos, posaba un segundo en Marius una mirada virginal y apasionada. Es posible que a estas alturas el señor Blanco hubiera llegado al fin a notar algo, porque fre-cuentemente, al ver a Marius, se levantaba y se ponía a pasear. Había abandonado su sitio acos-tumbrado, y había escogido otro banco, como para ver si Marius lo seguiría allí. Marius no com-prendió este juego, y cometió un error. El padre comenzó a no ser tan puntual como antes, y a no llevar todos los días a su hija al paseo. Algunas veces iba solo; entonces Marius se marchaba; otro error. Una tarde, al anochecer, encontró en el banco que ellos acababan de abandonar un pañuelo sen-cillo y sin bordados, pero blanco y que le pareció que exhalaba inefables perfumes. Se apo-deró de él, radiante de dicha. Aquel pañuelo esta-ba marcado con las letras U. F. Marius no sabía nada de aquella hermosa joven, ni de su familia, ni su nombre, ni su casa. Aquellas dos letras eran la primera cosa concreta que tenía de ella; adora-bles iniciales sobre las que comenzó inmediata-mente a hacerse conjeturas. U era evidentemente la inicial del nombre: \"¡Ursula!\", pensó; \"¡qué deli-cioso nombre!\" Besó el pañuelo, lo puso sobre su corazón durante el día, y por la noche bajo sus labios para dormirse. —¡Aspiro en él toda su alma! —exclamaba. Pero el pañuelo era del anciano, que lo había dejado caer del bolsillo. Los días que siguieron a este hallazgo, Marius se presentó en el Luxemburgo besando el pañue-lo, o estrechándolo contra su corazón. La hermosa joven no comprendía nada de aquella pantomima, y así lo daba a entender por medio de señas imperceptibles. —¡Oh, qué pudor! —decía Marius. 251

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